viernes, 28 de marzo de 2008

CAFIASPIRINA

Viniendo de camino, un anuncio de cafiaspirinas… y un sinfín de recuerdos. La abuela las tenía recetadas y las tomaba desde que le conocí. Aunque le conocí siendo ella bastante mayor, vamos, siendo lo que se dice una abuela de esas con pelo blanco y corto. Y con vaqueros; porque la abuela llevaba vaqueros. Aunque el día que papá le pidió sus primeros vaqueros casi le deshereda; pero la vida es así, y cuando yo llegué a este mundo, la abuela ya hacía muchos años que llevaba vaqueros. Eso desde que murió el abuelo y empezó a fumar mucho y a comer poco, aunque lo de fumar mucho le venía de lejos y fumó hasta que los nietos, al crecer, nos dimos cuenta de que no le hacíamos ningún favor comprándole las cajetillas a escondidas, porque, aunque pedíamos a su cuenta, además de los cigarros, alguna que otra chocolatina, a la abuela se le veía cada día más poca cosa. Y no es que la abuela hubiera sido flaca, no señor. Sí cuando novia, o eso decía ella, que el sacramento lo recibió con menos de cuarenta kilos en el cuerpo y mucha alegría en el alma. Pero luego vinieron los hijos y el tiempo, y con el tiempo las gorduras; que en la boda de papá y mamá parecía una marquesa por lo voluminosa y elegante. Lo de elegante duró muchos años; así la definían, por lo menos, un corro de ancianos que hablaba en una esquina.
Pero luego vinieron los años escuchimizados, que también se remontan a antes de mi nacimiento. Vaya, que mi relación con la abuela se reduce a su última etapa, que si bien, menos esplendorosa, está cargada de momentos especiales como el de la cafiaspirina, que era llevado a cabo con un protocolo exquisito: “A ver… ¿quién me trae la cafi?”. E inmediatamente tres o cuatro voces de niño peleándose por ser el más rápido. Porque el más rápido podía meter el dedito. El primero llevaba donde la abuela el vaso, la cafi y lo más importante: la cucharilla. Porque la abuela no sabía tragar pastillas. Entonces la abuela, con gran ceremonia, llenaba de agua la cuchara, metía la cafi dentro y el susodicho obtenía su trofeo: el derecho a aplastar con el dedo meñique la cafi. Y entonces la abuela se la comía, que casi daba envidia por la cara de felicidad que ponía. Decía que qué rica sabía con tu dedo y te daban ganas de pasarte la vida aplastando cafis con el dedo, de lo importante que te sentías. Además, la abuela te daba un beso. Y eso que la abuela no era de besos. Solo un día hubo muchos besos. Y no sé yo si es que ella tenía un presentimiento o un no sé qué. La cosa es que nos volvíamos de pasar las vacaciones y a la abuela no había quien se la quitara de encima, y nos decía que nos acordáramos de ella, y nos daba abrazos, y ponía esa carita suya de niño travieso y repetía: “Mirad que yo me voy a morir, ¿eh?”. Y todos nos reíamos.
Y ahora, mientras esperábamos en corro, Luis ha encendido un pitillo y le he pedido una calada; me lo he fumado entero. Pero a nadie le ha sorprendido, aunque todos saben que no fumo, aunque quizá, si fumara, me parecería más a la abuela. Y luego el cura ha dicho que fuéramos pasando. Los chicos por delante, todos muy guapos. Y flores, muchas flores. Unas palabrejas en latín, un requiescant, unas lágrimas de mamá y Ana frente al féretro, y a seguir. Aunque, digan lo que digan, yo creo que la abuela sí sabía tragar la cafiaspirina.