lunes, 3 de agosto de 2009

El pollo




Y no sé yo qué tenía ese pollo... Lo que sé es que era una fiesta. Era una fiesta porque cenábamos fuera de casa, Y eso, claro, no era corriente. Éramos muchos, y comer fuera un lujo. Por eso, cuando llegaban las vacaciones y pasábamos unos días en Portugal, lo que más nos ilusionaba era "el pollo".
"El pollo" era un barecito de mala muerte, con mesas de madera, manteles de papel, y con una terracita bajo un porche de mimbre. Y con un señor dueño al que llamábamos "el del pollo", porque se le había puesto un cuerpo raro, muy erguido, como de pollo, de tanto hacerlos en un horno de leña que tenía fuera, en el porche. Y te lo asaba delante y eso sí, que los hacía ricos como yo no los he vuelto a probar en la vida: con la corteza crujiente, y un poco picantito... Y luego estaba también "la mujer del pollo", una señora portuguesa y rápida como un rallo, con una libretita en una mano y en la otra un lapicero que se desplazaba agilmente de la mano a la boca, de la boca a la libreta, de la libreta al moño... y así sucesivamente. Y la "mujer del pollo" preguntaba que qué queríamos tomar, aunque siempre era lo mismo, porque no ofrecían otra cosa: pollo o frango en portugués, arroz y ensalada. Pero no cualquier arroz, ni cualquier ensalada; no, eran de esa comida de verdad de antes, que te crujía en la boca la lechuga, y la cebolla y hacía que te saliera mucha saliba... Y el arroz, que no sé yo si era que sabía rico, o que se estaba bien allí, pero comías y comías hasta que ya no podías más. Y luego estaba el sumol para beber: una especie de naranjada con posos abajo, que, aunque no estaba buena, a decir verdad, la bebíamos a litros: empezábamos pidiendo una, luego otra, y otra... Y terminábamos riéndonos, que papá decía que qué le echarían los portugueses al sumol, que acabábamos todos tan contentos.
Y luego, con los años, volvimos al mismos sitio. El negocio había prosperado y los hijos de "el señor del pollo" regentaban un pequeño hotelito construído donde antes picoteaban las gallinas. Y nos dio alegría, por su progreso; y pena, porque nos habían cambiando "el pollo". Pero luego salió "la mujer del pollo" mordisqueando su lapicero, con el mismo moño, aunque con más canas, "¿qué van a tomar?" Y de tanta alegría, casi la besamos todos allí mismo, aunque claro, eso ella no lo sabía; de hecho, dudo que se acordara de nosotros. Pero tomamos el pollo, y no sé yo qué tenía, que nos pusimos contentos.