El miércoles pasaba la tarde con una amiga enferma de gripe. Había amanecido con mucha fiebre, pero a esas horas ya se encontraba mejor y estaba harta de dormir. Le leí una novela un rato. Luego se cansó del libro, cerró los ojos, cruzó los brazos y con una voz lúgubre dijo:
— ¿Qué tal cara tendría de muerto?—y estalló en una carcajada.
Yo también me reí, porque estaba muy graciosa, y con pinta de muerto bastante sano.
—Mi padre, cuando le quedaba un mes de vida, ensayaba posturas para el velatorio— dijo. —Ya no se podía levantar de la cama y cuando se aburría, ponía la cara muy seria, cerraba los ojos y le preguntaba a mi madre si le parecía que estaba guapo para el velatorio. Mi madre le decía que no fuera bruto y se dejara de tonterías —continuó.
Seguimos la conversación, ahora con un tono algo más serio. Hablamos de su padre; siempre habla de su padre. Le quería mucho y no le da miedo hablar de él. A mí tampoco. Con algunas personas hay que andarse con tacto para hablar de los muertos, pero con ella no. Hablamos y hablamos. En un momento de la conversación dijo:
— ¿Sabes? En la vida no se puede decir que se tienen problemas hasta que se te muere un padre. Cualquier problema es nada a su lado.
Esta historia me vino a la cabeza ayer cuando iba a Tráfico a por unos papeles. Llovía sin parar. El viento me arrancó el paraguas y mi autobús se retrasó media hora por la tormenta. Cuando llegó me monté, pero entre el vaho de los cristales que no me dejaba ver y una conversación que me despistó, se me pasó la parada. Nada, que me bajé, crucé la calle, fui a la parada del otro lado, ¡y otra media hora de espera! Total que, para cuando llegué, habían cerrado y me volví a casa dos horas más tarde, sin papeles y con un resfriado.
Al abrir la puerta me recibieron unas palabras: “¿Pero dónde te habías metido!” Y ya estaba a punto de echar fuego por los ojos cuando pensé: “Calma, que todavía tienes padre”. Y sonreí.