viernes, 19 de septiembre de 2008

Sobre el amor

Hay unas palabras de C.S Lewis que rondan por mi cabeza desde hace algún tiempo. C. S Lewis, a los 63 años pierde a su esposa, con la que había compartido nueve años de matrimonio. Escribe entonces unos cuadernitos en los que trata de entender su dolor. En uno de ellos dice: “El amor, en vida, va siempre acompañado de emoción, pero no porque sea una emoción en sí mismo ni porque necesite ir acompañado de ella, sino porque nuestras almas animales, nuestro sistema nervioso y nuestra imaginación se ven precisados a responder al amor de alguna manera”.

Este pensamiento sale con facilidad de la pluma de su autor y puede, por lo tanto, pasar inadvertido. Está expresado con una simplicidad aplastante; sin embargo, encierra en sí tal sabiduría que resulta prácticamente ininteligible. Es algo que nos trasciende; no podemos hacernos a la idea de qué es lo que quiere decir. Apenas podemos llegar a intuir algo.

Estas frases las escribió tras experimentar una unión con su difunta esposa. Esa unión la calificó de intelectual, unión de inteligencias: “No fue más que la impresión de que su intelecto se enfrentaba momentáneamente con el mío. El intelecto, no el alma tal y como solemos concebir el alma. (…) No obstante, se produjo una suprema y jubilosa intimidad. Una intimidad que no se había abierto camino ni a través de los sentidos ni a través de las emociones”.

Lewis, con 46 palabras, apunta lo que no hubiese cabido en pesados volúmenes de filosofía. Y lo hace sin necesidad de exponer razones, solo propone una afirmación, confiando en esas palabras del Evangelio que rezan: “quien pueda entender, que entienda”.

Encontramos un algo arrebatador en la palabra vida: “El amor, en vida, va siempre acompañado de emoción”. Esta afirmación lleva implícita la existencia de un amor en muerte, que trasciende la separación. Ese amor tras la muerte es superior al amor en vida, porque no se encuentra limitado por nuestras almas animales, nuestro sistema nervioso y nuestra imaginación. El amor intelectual, como así lo califica, es ese amor sin tapujos, amor en directo, que en vida no se puede ver sino mediante las gafas de los sentidos, pues es tal su luz que, sin ellos, quedaríamos deslumbrados y, por lo tanto, no lograríamos ver el amor.

Llegados a este punto, deberíamos replantearnos el sentido de las palabras amor y emoción. La emoción es la manifestación del amor, como de la infección lo es la fiebre. Lewis define lo sensible como la respuesta al amor, siendo el amor algo distinto y separado de esa emoción, que es, por así decirlo, lo que hace cognoscible ese amor. Las criaturas humanas, limitadas por sus sentidos, precisan de ellos para conocer. Para conocer que son amadas. No obstante, el amor no es la emoción, sino que la emoción es el escondite del amor.

La emoción sería entonces al amor lo que el humo al fuego. Una llamada, un aviso, pero no el amor en sí. La emoción es en cierto modo una armadura: protege al combatiente pero, a la vez, lo oculta. La emoción sensible, por lo tanto, protege el amor, pues evita que algo tan sublime sea ignorado por desconocimiento. No obstante, solo cuando no hay armadura, se ve al soldado. Solo cuando los sentidos desaparecen, se percibe el amor en su realidad más intelectual que no es inhóspita, sino suprema y jubilosa. Pero este amor no sensible, que alcanza grandes niveles de intimidad, solo se descubre cuando no hay cuerpo limitado por los sentidos.

De todas las maneras, no me aventuraré a dogmatizar sobre esta tesis. El mismo Lewis no se atreve a hacerlo, pues, como dice en su cuaderno, “también cuenta, valga lo que valga, la resurrección de la carne”. Mejor será dejarlo así. Es un pensamiento y nada más. Pero un pensamiento que da que pensar.

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