viernes, 28 de marzo de 2008

EL OSO



¿Dónde se habrá metido el puñetero libro? Buscaba un libro del colegio, de esos que solucionan todas las dudas porque tienen dibujos y gráficos. Tenía una duda de historia, pero no encontraba el libro. Debía estar ahí, en el armario de la terraza, donde se guardan todas las cosas viejas. De repente vi un osito: aquel de porcelana que daba un poco de dentera al tocarlo; el que había estado tantos años encima de la mesilla de noche y que en un arrebato de orden de mamá, desapareció de en medio. Ese que nadie echó en falta.

Me tocó hace muchos años en el cumpleaños de una amiga. No recordaba quién era la amiga, ni qué hice para ganarlo. Sí que al llegar a casa escribí algo en la base con un lapicero. Lo giré con curiosidad y leí. Con una letruja bastante apretujada ponía: Chus, 1992. Acto y seguido hice algo nada original: echar las cuentas. A ver… Si nací en el 86 y pone 92, ¡tenía seis años!

Lo que no sé es cómo con seis años se me ocurrió dejar un testimonio para la posteridad. Quizá lo había visto en alguna película, o lo hacían mis hermanos. No sé. La cosa es que me hizo ilusión el asunto. A los seis años decía eso de cuando sea mayor… pero sé que lo decía sin ninguna fe, como si nunca fuera a ser mayor; como si algunos hubieran nacido para ser niños, otros papás y otros abuelos. Pero al leer la base del osito caí en la realidad. Hemos nacido para ser, y en una vida se es de todo: niño, papá y abuelito. Así que me propuse escribir algo en algún sitio donde dijera Chus, 2008, para cuando sea abuelita. Y éste es el sitio que escogí.

TORTITAS



Las tortitas son muy buenas, pero mejores si llevan chocolate; y las del plato no llevaban: cuatro tortitas muy redondas y grandes. Pero sin chocolate.

Sentadas sobre dos taburetes altos en la barra, mirábamos nuestras tortitas. A mi madre le gusta esa cafetería. Por las vistas, dice, aunque también por las tortitas. Pero aquel día se habían olvidado el chocolate.

“Pues nada, al ataque”, dije intuyendo su reacción. Y la respuesta esperada: “¿Cómo que al ataque? ¡Si falta lo más bueno!” Y acto y seguido ya había llamado al chico que atendía la barra. Y yo roja de la vergüenza, porque para que le escucharan había gritado un poco; y el camarero, la mar de simpático: “Perdone señora, no me había dado cuenta. Ahora mismo se lo pongo, porque unas tortitas sin chocolate no son nada.”

Mientras traía la jarrita, pensé que los mayores no tienen vergüenza porque no les importa qué piensen los demás. Los mayores son como los niños: viven, y no se preocupan de que al resto les parezca bien cómo viven. Aunque no todos los mayores. También los hay que se pasan la vida viviendo para fuera, para la opinión de los demás y se olvidan de la vida para dentro. O puede ser que no tengan vergüenza porque ya han cubierto todo el cupo que cabe en una vida.

Sea por lo que sea, mi madre no tiene vergüenza, aunque de pequeños, nos llamaba sinvergüenzas. Y eso era malo. También, cuando mis hermanos mayores me pegaban les reñía diciéndoles: “Se os debería caer la cara de vergüenza; pegarle así a la niña”.

Así que, la vergüenza debe de ser buena para algunas cosas, aunque no para las tortitas. Porque las tortitas están más buenas con chocolate.

NUESTRO DEPORTE FAVORITO

A papá y a mí nos gustaba ir a pasear solos. Nos entendíamos bien. Casi siempre el mayor se lleva especialmente bien con el pequeño. Y papá y yo siempre nos hemos entendido muy bien. Hacía una tarde cálida, de esas en que empieza a anochecer antes porque se acerca el final de las vacaciones. De camino hacia la playa pasamos por un supermercado y papá compró una caja de seis bombones helados. Estaban de oferta, muy ricos, los habíamos probado el domingo. Entonces pensé que serían una sorpresa para llevar a casa: ya era casi la hora de merendar. Pero salimos de la tienda y papá se sentó en un bordillo. Yo a su lado; no había cumplido todavía los siete años, mirando fijamente a papá, que abrió la caja de los helados y me dio uno. “Pero, papá…Para cuando lleguemos a casa se van a derretir los que sobran”. Y por respuesta, con una mirada traviesa: “¿Quién te dice que van a sobrar? Hoy son solo para ti y para mí. Y a mí casi me daba cargo de conciencia, porque nunca había visto tanto helado junto.
Porque en casa todo estaba uniformemente distribuido; nada de excepciones: si a Ana le compraban un bollo, otro a mí, si una camisa, lo mismo. Solo se trataba con diferencia si alguno estaba enfermo, y eso, claro, era comprensible. Por eso, no entendía a cuento de qué venía el helado; pero ante la duda, mejor no preguntar: un helado, y luego otro, y otro. Y así hasta tres, que poco más y reviento. Y papá con cara de tonto entre asombrado y divertido de que su niña, tan pequeña, se hubiera zampado, uno detrás de otro, los tres helados correspondientes.
Pues esta pequeña anécdota, que duró lo que tres helados, aparece una y otra vez en las reuniones familiares, bautizado bajo el nombre de “nuestro deporte favorito”. Y papá siempre pregunta: “¿Te acuerdas cuando hicimos nuestro deporte favorito?”. Y le respondo que sí, que me acuerdo. Porque ahora tres helado no son nada, pero entonces era mucho. Porque éramos muchos y había que ahorrar. Y cuando se acercaba fin de mes, mamá y papá se encerraban en la sala, dale que te dale, haciendo cuentas para ver por dónde recortar un poco para alimentar a las siete fieras, como nos llamaba papá, aunque eso, sobre todo lo decía por los chicos, que esos sí que comían.
Pero, aunque costaba sacarnos adelante, nosotros, inconscientes, ni enterarnos. Como aquella vez, que los reyes trajeron todos los juguetes de la prima Rosamari, que ya no los quería. Eso sí, muy mejorados, arregladitos con mucha gracia. Y como desde Sevilla habían llamado diciendo que era un paquete hermoso, sus majestades ni preocuparse. Pero luego, cuando llegó el paquete real, resultó no ser para tanto, así que, junto con los regalos, apareció un billete de dos mil pesetas enrollado en un papelito que decía: “Solo para juguetes. Melchor, Gaspar y Baltasar”. Y ya no sabías si te hacía más ilusión el billete o la nota. Y, por decreto real, salimos a comprar juguetes; mamá diciendo que compráramos una tarta helada para papá, Ana y yo que no, que cómo íbamos a desobedecer a los reyes, que en la nota ponía “solo para juguetes”. Y entonces mamá, muy lista: “Pues las niñas preferidas de sus majestades son las generosas”. Y todo resuelto. Y como éstas, millones.
Y si ahora me preguntan si me hubiera gustado una infancia sin heredar la ropa y con muchos juguetes, todos nuevecitos como los de mi amiga María, respondería que no. Porque, tal vez entonces nunca me hubiera tenido en mis manos la firma de los reyes de Oriente. Ni hubiera disfrutado de “nuestro deporte favorito”.

CAFIASPIRINA

Viniendo de camino, un anuncio de cafiaspirinas… y un sinfín de recuerdos. La abuela las tenía recetadas y las tomaba desde que le conocí. Aunque le conocí siendo ella bastante mayor, vamos, siendo lo que se dice una abuela de esas con pelo blanco y corto. Y con vaqueros; porque la abuela llevaba vaqueros. Aunque el día que papá le pidió sus primeros vaqueros casi le deshereda; pero la vida es así, y cuando yo llegué a este mundo, la abuela ya hacía muchos años que llevaba vaqueros. Eso desde que murió el abuelo y empezó a fumar mucho y a comer poco, aunque lo de fumar mucho le venía de lejos y fumó hasta que los nietos, al crecer, nos dimos cuenta de que no le hacíamos ningún favor comprándole las cajetillas a escondidas, porque, aunque pedíamos a su cuenta, además de los cigarros, alguna que otra chocolatina, a la abuela se le veía cada día más poca cosa. Y no es que la abuela hubiera sido flaca, no señor. Sí cuando novia, o eso decía ella, que el sacramento lo recibió con menos de cuarenta kilos en el cuerpo y mucha alegría en el alma. Pero luego vinieron los hijos y el tiempo, y con el tiempo las gorduras; que en la boda de papá y mamá parecía una marquesa por lo voluminosa y elegante. Lo de elegante duró muchos años; así la definían, por lo menos, un corro de ancianos que hablaba en una esquina.
Pero luego vinieron los años escuchimizados, que también se remontan a antes de mi nacimiento. Vaya, que mi relación con la abuela se reduce a su última etapa, que si bien, menos esplendorosa, está cargada de momentos especiales como el de la cafiaspirina, que era llevado a cabo con un protocolo exquisito: “A ver… ¿quién me trae la cafi?”. E inmediatamente tres o cuatro voces de niño peleándose por ser el más rápido. Porque el más rápido podía meter el dedito. El primero llevaba donde la abuela el vaso, la cafi y lo más importante: la cucharilla. Porque la abuela no sabía tragar pastillas. Entonces la abuela, con gran ceremonia, llenaba de agua la cuchara, metía la cafi dentro y el susodicho obtenía su trofeo: el derecho a aplastar con el dedo meñique la cafi. Y entonces la abuela se la comía, que casi daba envidia por la cara de felicidad que ponía. Decía que qué rica sabía con tu dedo y te daban ganas de pasarte la vida aplastando cafis con el dedo, de lo importante que te sentías. Además, la abuela te daba un beso. Y eso que la abuela no era de besos. Solo un día hubo muchos besos. Y no sé yo si es que ella tenía un presentimiento o un no sé qué. La cosa es que nos volvíamos de pasar las vacaciones y a la abuela no había quien se la quitara de encima, y nos decía que nos acordáramos de ella, y nos daba abrazos, y ponía esa carita suya de niño travieso y repetía: “Mirad que yo me voy a morir, ¿eh?”. Y todos nos reíamos.
Y ahora, mientras esperábamos en corro, Luis ha encendido un pitillo y le he pedido una calada; me lo he fumado entero. Pero a nadie le ha sorprendido, aunque todos saben que no fumo, aunque quizá, si fumara, me parecería más a la abuela. Y luego el cura ha dicho que fuéramos pasando. Los chicos por delante, todos muy guapos. Y flores, muchas flores. Unas palabrejas en latín, un requiescant, unas lágrimas de mamá y Ana frente al féretro, y a seguir. Aunque, digan lo que digan, yo creo que la abuela sí sabía tragar la cafiaspirina.

GRACIAS POR ESCUCHARME

Subo al autobús. Es uno de esos días en que las tardes empiezan a alargarse y huele a primavera. Una veinteañera habla, todavía en el andén, con un conductor. Ella, joven, con una coleta alta; él ya entrado en años y medio calvo. Parece que se conocen. Una vez arriba, él la invita a sentarse en el asiento del copiloto. Hablan sin parar. Más bien habla ella; él escucha.

Llevan tiempo sin verse. La chica cuenta cómo le va la vida, lleva siete meses emancipada. Por lo visto, tenía problemas con su madre. Desde que se peleó con ella vive en un piso en Pamplona. Va a San Sebastián a visitar a la abuela (a esa sí que le quiere), y a su chico. Trabaja de dependienta y se la ve orgullosa.
— ¿Sabes lo que significa que me haya emancipado?—dice. —Ahora todo lo pago yo: el detergente, la comida y ¡hasta el papel higiénico! No sabes qué cómodo era vivir con mi madre: siempre tenía la comida preparada en el plato. Pero ya no aguantaba más con ella. Teníamos cada bronca…
Y sigue hablando. El conductor no dice nada. Escucha y asiente. A ella le basta con eso.
— ¿Te acuerdas?— dice ella. — Fue en sanfermines… ¡No, justo un poco después! Yo todavía no tenía novio. Sí. Nos conocimos un día de julio que volvía a casa.
—Claro que me acuerdo, —responde al fin el chofer. — ¡Cómo no me voy a acordar! Ibas en la primera fila. Te vi por el retrovisor y pensé: a esa chica le pasa algo.
— ¡Sí que me pasaba! No sé cómo llegué a estar tan mal. Pero, tranquilo, desde entonces nunca, —y en el nunca baja algo la voz y los ojos, — nunca he vuelto a querer acabar con mi vida.
—Es que eso es una tontería. Además, con lo guapa que tú eres…
—Bah! Del montón — responde ella, aunque no puede evitar una sonrisa. Y continúan su charla. A ratos callan. El sol se cuela entre las montañas.
Ahora hablan de nuevo:
— ¿Sabes?, —dice ella, — desde aquel día, cuando voy por la carretera y veo pasar un autobús, dice mi chaval: “mira a ver si es tu amigo”. Pero hasta ahora nunca eras tú.
— ¡Pues sí que te hace ilusión verme!, — contesta él.
— ¡Hombre, claro! Aquel día, me fui con una sonrisa en los labios.
—No es poca paga para mí, — murmura el conductor.
Ella responde con un ¿qué? y él repite:
— Digo que no es poca paga para mí. Tu sonrisa, quiero decir.
Y ella, mirando al frente responde:
—Pues ahora sonrío nueve de cada diez veces. —Y en voz baja: —Oye, gracias por escucharme aquel día.