viernes, 28 de marzo de 2008

NUESTRO DEPORTE FAVORITO

A papá y a mí nos gustaba ir a pasear solos. Nos entendíamos bien. Casi siempre el mayor se lleva especialmente bien con el pequeño. Y papá y yo siempre nos hemos entendido muy bien. Hacía una tarde cálida, de esas en que empieza a anochecer antes porque se acerca el final de las vacaciones. De camino hacia la playa pasamos por un supermercado y papá compró una caja de seis bombones helados. Estaban de oferta, muy ricos, los habíamos probado el domingo. Entonces pensé que serían una sorpresa para llevar a casa: ya era casi la hora de merendar. Pero salimos de la tienda y papá se sentó en un bordillo. Yo a su lado; no había cumplido todavía los siete años, mirando fijamente a papá, que abrió la caja de los helados y me dio uno. “Pero, papá…Para cuando lleguemos a casa se van a derretir los que sobran”. Y por respuesta, con una mirada traviesa: “¿Quién te dice que van a sobrar? Hoy son solo para ti y para mí. Y a mí casi me daba cargo de conciencia, porque nunca había visto tanto helado junto.
Porque en casa todo estaba uniformemente distribuido; nada de excepciones: si a Ana le compraban un bollo, otro a mí, si una camisa, lo mismo. Solo se trataba con diferencia si alguno estaba enfermo, y eso, claro, era comprensible. Por eso, no entendía a cuento de qué venía el helado; pero ante la duda, mejor no preguntar: un helado, y luego otro, y otro. Y así hasta tres, que poco más y reviento. Y papá con cara de tonto entre asombrado y divertido de que su niña, tan pequeña, se hubiera zampado, uno detrás de otro, los tres helados correspondientes.
Pues esta pequeña anécdota, que duró lo que tres helados, aparece una y otra vez en las reuniones familiares, bautizado bajo el nombre de “nuestro deporte favorito”. Y papá siempre pregunta: “¿Te acuerdas cuando hicimos nuestro deporte favorito?”. Y le respondo que sí, que me acuerdo. Porque ahora tres helado no son nada, pero entonces era mucho. Porque éramos muchos y había que ahorrar. Y cuando se acercaba fin de mes, mamá y papá se encerraban en la sala, dale que te dale, haciendo cuentas para ver por dónde recortar un poco para alimentar a las siete fieras, como nos llamaba papá, aunque eso, sobre todo lo decía por los chicos, que esos sí que comían.
Pero, aunque costaba sacarnos adelante, nosotros, inconscientes, ni enterarnos. Como aquella vez, que los reyes trajeron todos los juguetes de la prima Rosamari, que ya no los quería. Eso sí, muy mejorados, arregladitos con mucha gracia. Y como desde Sevilla habían llamado diciendo que era un paquete hermoso, sus majestades ni preocuparse. Pero luego, cuando llegó el paquete real, resultó no ser para tanto, así que, junto con los regalos, apareció un billete de dos mil pesetas enrollado en un papelito que decía: “Solo para juguetes. Melchor, Gaspar y Baltasar”. Y ya no sabías si te hacía más ilusión el billete o la nota. Y, por decreto real, salimos a comprar juguetes; mamá diciendo que compráramos una tarta helada para papá, Ana y yo que no, que cómo íbamos a desobedecer a los reyes, que en la nota ponía “solo para juguetes”. Y entonces mamá, muy lista: “Pues las niñas preferidas de sus majestades son las generosas”. Y todo resuelto. Y como éstas, millones.
Y si ahora me preguntan si me hubiera gustado una infancia sin heredar la ropa y con muchos juguetes, todos nuevecitos como los de mi amiga María, respondería que no. Porque, tal vez entonces nunca me hubiera tenido en mis manos la firma de los reyes de Oriente. Ni hubiera disfrutado de “nuestro deporte favorito”.